Amar es vivir.

Me dicen mis amigos científicos que la biología evolutiva explica esa explosión de sentimientos que a veces nos agobia y a veces nos entusiasma. El amor es un recurso de la especie que permite pasar los genes que uno porta a la siguiente generación. La oxitocina y otras hormonas determinan el gusto de la mayoría por personas del sexo opuesto como una forma de generar relaciones sexuales y así permitir la reproducción de la especie. Mis amigos poetas rechazan esta visión. El amor es una fuerza ciega e incontrolable, incomprensible y abrumadora, que no tiene ni necesita explicación o ponderación. Reducir el amor a un simple coctel de hormonas es un insulto. "Acaso la medida del amor es el amar sin medida" escribía Silvia Ocampo. La idea romántica del amor tiende a dominar en cada 14 de febrero. Para el comercio es más rentable ver el amor como el flechazo, del enamoramiento. Para muchos adolescentes y jóvenes el amor es, en efecto, sólo eso. El enamoramiento es una de las sensaciones más poderosas que puede experimentar un ser humano. Cuando Romeo y Julieta se enamoran no hay fuerza humana que los separe. Los amantes descartan incluso el instinto de supervivencia y toman su propia vida antes que considerar la vida sin la persona amada. Es fácil transformar esta idea del amor en la venta de chocolates o peluches. El amor, sin embargo, tiene muchas otras manifestaciones. Hace dos milenios y medio la Odisea ya nos hablaba del amor leal, el que le mantenía Penélope a su marido Odiseo a pesar de dos décadas de ausencia y la presión de sus pretendientes. El amor filial, el que uno siente por un hijo, es quizá mayor que el flechazo del enamoramiento. El que tenemos a los padres es contradictorio: intensísimo en la niñez, se enfría en la búsqueda adolescente por una personalidad propia, pero se acentúa de manera creciente en la madurez. El amor romántico ha tenido, no sé si una disminución, pero sí una modificación en las últimas décadas. Hoy en día la gente se casa menos. En Europa, por ejemplo, se registraban cerca de 8 matrimonios por cada mil habitante en 1960, pero sólo tres y medio en 2010. No es necesario contraer nupcias para amarse, por supuesto, por lo que el que haya menos matrimonios no significa menos amor. Pero otra tendencia es el aumento en el número de divorcios. En un país como Alemania, la tasa se triplicó entre 1960 y 2010. En México, si bien somos más dados a casarnos que en los países europeos, también estamos viviendo un aumento del número de divorcios. En 2011, según el INEGI, se registraron en México 4.9 matrimonios por cada mil habitantes. El número de divorcios también se ha triplicado al pasar de 5 por cada 100 matrimonios en 1993 a 16 por cada 100 en 2011. La reproducción no es la principal razón del amor en todos los casos. Una vez legalizado el matrimonio de personas del mismo sexo en el Distrito Federal, se registraron 1,491 contratos en la capital en 2010 y 2011. Algunos de ellos, sin embargo, ya han terminado en divorcios. No puedo negar a mis amigos científicos que la oxitocina me impulsa a amar porque mi naturaleza quiere que deje mis genes en el mundo aun después de que yo muera. El gen egoísta, como lo llamó Richard Dawkins, está más interesado en sobrevivir que yo mismo. Pero tampoco puedo desmentir a los poetas cuando me dicen que hay algo en el amor que difícilmente puede explicarse con fórmulas químicas. Pero independientemente de cuál sea la verdadera naturaleza del amor, de lo que no me cabe duda es que se trata de una fuerza de vida, quizá la más poderosa. Amar siempre es vivir.