(HUFFINGTON POST) Alea jacta est: Rajoy ha recibido el sonoro portazo de 180 diputados y volverá a recibirlo el próximo viernes, cuando se cumplan las 48 horas preceptivas para la segunda votación de su investidura. Y comenzarán entonces los dos meses agónicos hasta que, si ningún candidato consigue ser investido, se disuelvan de nuevo las Cortes y queden convocadas unas nuevas elecciones generales. Que se celebren el 25 de diciembre o una semana antes, el día 18 -si saliera adelante la propuesta socialista para acortar la campaña electoral- es lo de menos. Lo importante es que estamos asistiendo a un fracaso político sin paliativos.
Todos los líderes arrastran su cuota de responsabilidad en este fiasco, pero no en igual medida. En primerísimo lugar, el candidato y presidente en funciones, Mariano Rajoy. Los resultados que el PP obtuvo el 26-J -quince diputados y medio millón de votos más- se le subieron como el champán a la cabeza: eran tan buenos comparados con las expectativas, dejaban tan en evidencia a sus rivales, que se envalentonó y dio por hecho que serían suficientes para anular cualquier resistencia a su investidura. Calculó mal.
Pedro Sánchez explicó desde la tribuna de oradores -mejor que nunca- las razones para su numantino no a la investidura. Fue prolijo, contundente al recordar la corrupción y los recortes del ejecutivo popular que Rajoy obvió ayer, y eficaz al desarrollar la teoría del chantaje: si el PSOE se abstiene ahora, tendrá que abstenerse en todas las grandes votaciones que llegarán, por lo que la abstención acabará transformándose sí o sí en un aval del gobierno. Una lógica impecable que se estrella ante la falta de alternativas. Si el 'no' es a Rajoy y/o a cualquier otro candidato popular, y la alternativa no suma, nos situamos ante una nueva cita con las urnas, algo que Sánchez se había comprometido a evitar.
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