Por Monseñor José H. Gómez, Arzobispo de Los Angeles (Periódico Vida Nueva)
El siguiente texto es una adaptación del discurso que el Arzobispo Gomez pronunció el 1 de mayo en el Templo Sinai, en Los Ángeles, sobre las relaciones entre católicos y judíos.
He elegido como tema de mi reflexión un pasaje del Libro de las Lamentaciones. Como ustedes saben, este libro contiene la poesía más bella de la Biblia – y algo de la poesía más tristes de toda la literatura humana.
Esas lamentaciones fueron compuestas en el tiempo del exilio, después de la caída de Jerusalén y del saqueo del Templo. No son una lectura fácil. Nos hablan con la voz universal del sufrimiento humano.
Y sin embargo, en medio de estos poemas de duelo y pérdida, nos encontramos con estas hermosas palabras de esperanza:
La misericordia del Señor no se extingue
ni se agota su compasión;
El Señor es bondadoso con los que esperan en él,
con aquellos que lo buscan.
Yo creo que estas palabras reflejan la esperanza del pueblo judío – la fe en el Dios único, vivo y verdadero. Esta fe – que es la fe de la Biblia judía – es el fundamento de la fe cristiana. Entonces me pareció que este pasaje sería un buen punto de partida para reflexionar sobre nuestra amistad y diálogo.
En nuestro mundo hoy en día, católicos y judíos tenemos una misión común, basada en la esperanza y en la herencia espiritual que compartimos.
Tanto el judaísmo como el catolicismo son religiones de testimonio. Tanto para los católicos como para los judíos, la fe en Dios significa que tenemos una vocación y una misión – un llamado a servir a Dios con nuestras vidas. Un llamado a santificar su Nombre. Un llamado a ser colaboradores de Dios en el establecimiento de su Reino en la creación.
Jesús llama a los cristianos a ser sus “testigos”. Para difundir su Evangelio hasta los confines de la tierra y hacer discípulos de todas las naciones. Por su elección, Israel recibe una vocación similar. Escuchamos esto especialmente en las profecías de Isaías.
Ustedes son mis testigos y mis servidores
–oráculo del Señor–: a ustedes los elegí
El que me formó desde el seno materno para que yo sea su Servidor… dice…
“yo te destino a ser la luz de las naciones,
para que llegue mi salvación
hasta los confines de la tierra".
De manera que judíos y cristianos comparten este deber – ser servidores y testigos de Dios en el mundo. En todo lo que hacemos. En nuestros hogares y en la sociedad. Por nuestra oración y nuestras buenas acciones.
La sociedad estadounidense – así como otras sociedades en Occidente – se está volviendo muy secularizada. Muchas personas ya han perdido el recuerdo de Dios. Las nuevas generaciones están creciendo sin ninguna religión. Cada vez más las personas viven su vida diaria sin siquiera pensar en Dios. Viven como si Dios no existiera, o como si su existencia no hiciera ninguna diferencia.
Este es el desafío para dar nuestro testimonio de creyentes. Porque sabemos que las personas no pueden vivir sin Dios. Cuando perdemos el sentido de Dios, perdemos el “hilo” que mantiene nuestra vida unida. Perdemos las respuestas a las preguntas que nos ayudan a encontrar sentido en el mundo: ¿Qué clase persona debo ser? ¿Por qué debo ser bueno? ¿En qué debo creer? ¿Para qué debo vivir, y por qué?
Muchas de las élites en nuestra cultura moderna podrían argumentar que no hay respuestas verdaderas a esas preguntas – sólo opiniones, creencias y preferencias diferentes. Pero sabemos que eso no es cierto. Sabemos que las personas necesitan esas respuestas. Sin esas respuestas, ya no podemos saber qué hace que un ser humano sea humano.
En la generación que nos precedió, el gran Rabino Abraham Joshua Heschel advirtió:
“El futuro de la especie humana depende de la reverencia que tengamos por cada individuo. Y la fuerza y validez de esa reverencia dependen de nuestra fe en el cuidado de Dios por el hombre… Solamente si hay un Dios que se preocupa, un Dios para quien la vida de cada individuo es un evento – y no solo una parte de un proceso infinito – es posible mantener vivo el sentido de la santidad y del valor de cada persona concreta”.
El Rabino Heschel tenía razón. Lo vemos en nuestra sociedad actual. Cuando nos olvidamos de Dios, perdemos la reverencia por la persona humana. Cuando dejamos de creer que Dios se preocupa, dejamos de preocuparnos por nuestros prójimos.
Hemos escuchado el mes pasado la triste noticia sobre el hospital para enfermos mentales que estaba dando a sus pacientes boletos de autobús sólo de ida, y básicamente los arrojaba a las calles para que se las arreglaran por sí mismos. Esa es una señal de que hemos perdido el sentido de reverencia por el individuo.
Pero podemos mirar las noticias de cualquier día – y ver la malicia, la trivialidad de la violencia... Podríamos hablar sobre el aborto, la eutanasia, o la tragedia contra los derechos humanos que son nuestras políticas fracasadas de inmigración. Podríamos hablar sobre la confusión que vive nuestra sociedad con relación al matrimonio, la familia y la sexualidad. Podríamos hablar de la locura del consumismo de nuestra economía, o de los mundos que separan a ricos y pobres aquí en nuestra ciudad y en todas partes.
Todos estos son síntomas y señales que nos hacen volver la mirada hacia la necesidad de Dios, hacia nuestra responsabilidad como creyentes.
El mundo está a la espera de nuestro testimonio. El mundo está a la espera del retorno de la presencia de Dios. Pero Dios sólo puede volver a través de nosotros, a través de nuestro testimonio. El mundo no se salvará por la ciencia, ni por la información, ni por el comercio, ni por la guerra. El mundo será salvado a través del testimonio de hombres y mujeres de fe.
Las personas de fe deben ser “el alma” de nuestra sociedad y la voz de Dios y de la conciencia. Ya sean judíos, cristianos, musulmanes, hindúes, budistas u otros. Pero Dios nos ha confiado de manera especial a los judíos y católicos la hermosa verdad de que la persona humana es sagrada. Que cada hombre y cada mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios.
Ustedes conocen el hermoso Midrash que dice: “Una procesión de ángeles va delante de un ser humano dondequiera que vaya, proclamando, ¡Abran paso a la imagen de Dios!”
Los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan escuchar esta buena nueva. Necesitan saber que los ángeles van delante de nosotros. Necesitan saber que ellos son imagen de Dios y también que todas las personas con quienes se encuentran son imagen de Dios. Nosotros debemos ser los que les digan que su vida no es trivial. Que los seres humanos no son seres al azar, productos de la evolución, que van por la vida sin un “porqué” o una razón.
Nuestra tarea en este momento, como yo lo veo, es restaurar la apreciación de la imagen sagrada de la persona humana. Tenemos que hacer de esta verdad la esencia de nuestra predicación, de nuestra educación religiosa, de nuestro trabajo por la justicia. Necesitamos llevar esta verdad a nuestros hogares y vecindarios.
Tenemos que anunciar a la sociedad lo que la Torah y el Nuevo Testamento enseñan: que cada persona humana viene de un pensamiento amoroso de Dios. Que todos estamos hechos para la santidad. Que fuimos creados para vivir como la imagen de Dios en el mundo.
En nuestras tradiciones de fe, creemos que nuestras vidas son como obras de arte de las cuales somos co-creadores con Dios. Por medio de su gracia y de su Ley, Dios quiere que cada uno de nosotros seamos más como Él, día tras día. Este es el destino hermoso y trascendente de cada persona humana. Este es el camino – que caminamos con Dios – que nos conduce a la plenitud de la vida.
Tenemos que ayudar a nuestros prójimos a ver que nuestra vida es el proyecto de Dios. La obra artística de Dios. Tenemos que ayudar a nuestros hermanos y hermanas a caminar con Dios, a seguir sus enseñanzas y ejemplo.
Esta verdad sobre la imagen sagrada y el destino de la persona humana es la clave para el renacimiento de la caridad y la compasión en nuestra sociedad.
Nuestras tradiciones comparten una hermosa comprensión: que el culto que rendimos a Dios exige que reverenciemos la imagen de Dios que está en nuestro prójimo.
Dios nos llama a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pero más aún, nos llama a amar al prójimo como un ícono de su presencia y amor. El Proverbio nos dice:
El que oprime al débil ultraja a su Creador;
El que se apiada del indigente, lo honra.
Jesús exige esta misma misericordia hacia los pobres y pone al descubierto las excusas de nuestra falsa piedad. Jesús nos recuerda: solo amamos a Dios en la medida que amamos al pobre, al extranjero, al prisionero y al enfermo. No podemos pretender amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien podemos ver.
Tenemos que difundir esta conciencia de la santidad y de la dignidad de la persona humana. No solamente en nuestros ministerios y programas; no sólo en nuestros hogares, pero en todas las áreas de la sociedad. Tenemos que recordar a nuestros líderes civiles que las personas a las que sirven son la imagen de Dios, y que cada uno de ellos tiene una gran dignidad y un gran destino. Tenemos que recordar a todos lo San Pablo llamó “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”.
Si todos viviéramos con esta conciencia, podríamos cambiar la manera como pensamos sobre nuestra vida en esta ciudad y en este país.
Lucharíamos contra la pobreza porque es un insulto a la dignidad de la persona creada a imagen de Dios. Lucharíamos por compartir mejor nuestros recursos, pues tenemos el deber de ayudar a los débiles que también son llamados a la santidad y al cielo. Lucharíamos contra la corrupción, porque nuestro Dios nos llama a la santidad y a la pureza. Trabajaríamos por la paz en nuestras calles y por mejores escuelas, porque sólo esto es digno para los hijos de Dios.
Permítanme concluir con una historia de nuestra tradición.
La historia cuenta que un escéptico llegó al Rabino Menachem Mendel de Kotz, y comenzó a burlarse de él.
“He oído que usted puede hacer milagros” dijo el escéptico. “Sí, puedo” replicó el Rabino.
“Entonces muéstrame uno” dijo el escéptico. “Muéstrame cómo resucitas a los muertos”. El Rabino replicó de nuevo, “Yo preferiría mostrarte cómo puedo resucitar a los vivos”.
Esta es nuestra tarea, como creyentes en un tiempo de incredulidad. Nuestro Dios nos está llamando a resucitar a los vivos. Él nos llama a recordar a nuestros prójimos de la santidad y la gran dignidad de sus vidas. Él nos llama a ser sus testigos.
Tenemos que responder a Su llamado, viviendo de verdad según lo que creemos y compartiendo lo que creemos con los demás. Tenemos una hermosa noticia: que Dios está vivo y sigue obrando en nuestro mundo y en nuestras vidas. Que su compasión no se ha agotado. Que su misericordia no se ha extinguido.