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La Voz del Papa: «La Iglesia no le cierra la puerta a nadie»

pentecostes2Palabras del Papa Francisco en el mensaje del Regina Coeli de este domingo 24 de mayo

Queridos hermanos y hermanas, buenos días: La fiesta de Pentecostés nos hace revivir los inicios de la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra que, cincuenta días después de la Pascua, en la casa donde se encontraban los discípulos de Jesús “de pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento… y todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (2,1-2). Los discípulos son completamente transformados con esta efusión: al miedo le entra la valentía, la clausura cede lugar al anuncio y toda duda es eliminada por la fe llena de amor. Es el “bautismo” de la Iglesia, que iniciaba así su camino en la historia, guiada por la fuerza del Espíritu Santo.

Ese evento que cambia el corazón y la vida de los apóstoles y de los otros discípulos, se refleja inmediatamente en el Cenáculo. De hecho, esa puerta cerrada durante cincuenta días finalmente es abierta y la primera Comunidad cristiana, ya no cerrada en sí misma, inicia a hablar a la multitud de distintas procedencias de las grandes cosas que Dios ha hecho (cfr v. 11), es decir de la Resurrección de Jesús, que había sido crucificado. Y cada uno de los presentes escucha hablar a los discípulos en su propia lengua. El don del Espíritu restablece la armonía de las lenguas que se había perdido en Babel y pronostica la dimensión universal de la misión de los apóstoles. La Iglesia no nace aislada, nace universal, una y católica, con una identidad precisa pero abierta a todos, no cerrada, una identidad que abraza al mundo entero, sin excluir a nadie. La madre Iglesia no le cierra a nadie la puerta en la cara. A nadie, ni siquiera al más pecador, a nadie, y esto por la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. La madre Iglesia abre sus puertas a todos porque es madre.

El Espíritu Santo derramado en Pentecostés en el corazón de los discípulos es el inicio de una nueva época: la época del testimonio y de la fraternidad. Es un tiempo que viene de lo alto, de Dios, como las llamas de fuego que se posaron sobre la cabeza de cada discípulo. Era la llama del amor que quema cualquier aspereza; era el lenguaje del Evangelio que cruza las fronteras puestas por los hombres y toca los corazones de la multitud, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad. Como ese día de Pentecostés, el Espíritu Santo se derrama continuamente hoy sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros para que salgamos de nuestra mediocridad y de nuestras clausuras y comuniquemos al mundo entero el amor misericordioso del Señor. Comunicar el amor misericordioso del Señor. ¡Esta es nuestra misión! También a nosotros nos han dado la “lengua” del Evangelio y el “fuego” del Espíritu Santo, porque mientras anunciamos a Cristo resucitado, vivo y presente en medio de nosotros, calentamos el corazón de los pueblos acercándoles a Él, camino, verdad y vida.

Nos encomendamos a la materna intercesión de María Santísima, que estaba presente como Madre, era la madre de Jesús que se convierte en madre de la Iglesia, en medio a los discípulos en el Cenáculo, para que el Espíritu Santo descienda en abundancia sobre la Iglesia de nuestro tiempo, llene los corazones de todos los fieles y encienda en ellos el fuego de su amor.