José Antonio Ortega Sánchez
En 2012, el entonces candidato y hoy Presidente de la República, Enrique Peña Nieto, adquirió el compromiso de reducir en un 50% la incidencia de homicidio doloso, secuestro y extorsión.
Hasta mediados de 2015 parecía que el compromiso se estaba cumpliendo y al final del mandato del Presidente Peña la baja del 50% o incluso de más se cumpliría del todo. Los homicidios, en efecto habían disminuido; los secuestros, finalmente también y sobre extorsión, a falta de datos confiables, existe gran incertidumbre.
Pero los homicidios han repuntado debido a que la violencia del narco se ha exacerbado, además de que la delincuencia común también se ha disparado en varios puntos del país.
Ante esta situación, el Presidente Nacional de COPARMEX propuso que se regresara al esquema en el que las tareas de seguridad pública del gobierno federal no estaban bajo el control de la Secretaría de Gobernación.
La propuesta no suena mal en principio, pero no guarda relación con el problema de fondo, con la causa de que, como el mito de Sísifo, cada vez que se logra subir un poco la roca en la cuesta empinada, esa roca rueda de nuevo al fondo. Y en este caso la roca es la baja significativa de la violencia.
Ese problema de fondo que propuestas como la de COPARMEX y muchas otras no atienden, es la persistencia de las milicias privadas que desafían el monopolio que al Estado corresponde sobre la violencia.
Esas milicias son mayormente las bandas de sicarios de los narcos, con gran poder de fuego, aunque no son las únicas milicias privadas.
Y el mayor problema con esas milicias es que su existencia sea asumida como "natural", como inevitable por los políticos, sobre todo por los gobernantes.
La mayoría de los partidarios de la legalización de las drogas o para decirlo con precisión, de la legalización del narcotráfico, sostienen que un elevado nivel de violencia es inherente a la prohibición y que al producirse la despenalización esa violencia desaparecerá.
A valores entendidos
La premisa de esta suposición es errónea, no tiene sustento empírico. Comparativamente las operaciones de narcotráfico son mayores en los grandes países consumidores que en los productores o de tránsito como México y sin embargo el nivel de violencia en esos países es mucho menor.
Pero en México mismo durante la mayor parte del siglo, que ya tiene aquí de existencia el narcotráfico, la narcoviolencia no alcanzó el nivel de las dos últimas décadas o los últimos 25 años, para ser más precisos.
En las naciones con los mayores mercados de drogas el Estado sabe que erradicar el narcotráfico es imposible, pero al mismo tiempo simplemente no tolera que la violencia de los narcos rebase determinado límite. Los narcotraficantes saben que si rebasan determinado límite las consecuencias serán terribles, perderán no sólo su libertad sino su negocio, la razón para ser narcos, precisamente.
En estas naciones no hay pactos corruptos, acuerdos entre gobernantes y narcos, pero sí hay valores entendidos: los gobernantes saben que no pueden erradicar el narcotráfico, pero los narcos saben que su violencia no puede rebasar determinado límite, que no pueden asesinar a los agentes del orden que los persiguen y que aun sin rebasar el límite y sin asesinar agentes anti-narcóticos, eventualmente serán detenidos y cumplirán tiempo en prisión.
En suma, en esas naciones el Estado preserva su monopolio sobre la violencia, no tolera milicias privadas.
En México por décadas tampoco las milicias del narco fueron toleradas, aunque sí había pactos corruptos, el pago regular de sobornos, según un esquema de protección y control altamente centralizado. Si los gobiernos del viejo régimen autoritario no toleraban las milicias de los narcotraficantes, no permitían que la violencia de los narcos rebasara determinado límite, es porque eran muy celosos de su poder, de su monopolio de la violencia.
Dejar hacer, dejar pasar...la violencia de narcos
Pero esto empezó a cambiar en los años noventa. La corrupción siguió pero se toleró una creciente violencia entre narcos y la formación de milicias, las bandas de sicarios cada vez más numerosas y mejor armadas. La postura ha sido muy simple: los narcos se matan entre ellos ¡a nosotros que nos importa!
Pero luego cobra forma otra postura más siniestra, la vana ilusión en que un capo y su organización monopolicen el narcotráfico y así, supuestamente, disciplinen a todos los demás narcos y controlen sus violentas disputas. Ese monopolio es el que hubo en los ochentas con el Cártel de Guadalajara. Eso es lo que ofreció Amado Carrillo en los noventas. Y eso es lo que supuestamente debía haber habido tras de que en 2001 Joaquín Guzmán huyó de prisión y fundó la Federación.
Pero el problema es que el capo que supuestamente va a poner orden desata una enorme violencia para imponerse y los otros capos que no quieren someterse responden igualmente con enorme violencia, que agentes del Estado toman partido por una facción o por otra, que las milicias ya no sólo masacran a narcos sino también a personas inocentes y a servidores públicos, estén estos coludidos o no con unos narcos o con otros y que esa capacidad de violencia de las milicias privadas del narco sea utilizada además para apoderarse de rentas de origen lícito mediante extorsión, secuestro, robo o despojo.
Erradicar el narcotráfico no es factible; a las milicias privadas, sí
Repunta la violencia porque una vez recapturado Joaquín Guzmán para heredar su hegemonía unos capos riñen con otros capos, mediante sus respectivas milicias privadas, y cada cual confía en que prevalecerá mientras más brutal sea su violencia.
De modo que mientras se dé por un hecho normal la existencia de estas milicias y no exista la firme determinación de erradicarlas, de nada servirán reuniones, pactos solemnes, declaraciones o la vuelta de una Secretaría de Seguridad Pública Federal.
Erradicar el narcotráfico no es factible; a las milicias privadas, sí. Resulta absurdo que el Estado mexicano con sus grandes recursos y poderes legales no lo haya logrado: simplemente sus dirigentes no han querido.
Si para actuar en tal sentido en los gobernantes no hay la menor convicción republicana, al menos debería prevalecer el temor.
De seguir las cosas así, mayores serán las posibilidades de triunfo de las poderosas fuerzas que se han confabulado para anular la soberanía nacional e imponernos una autoridad supranacional, sobrepuesta a la las instituciones nacionales. Y para esos gobernantes el componente más preocupante de ese escenario debería ser la persecución de que ellas serán objeto, según la lógica inexorable del injerencismo extranjero.