En la política nacional, el tema dominante de la semana ha sido el de la reforma energética. Es un renglón en el que los mexicanos no pueden ponerse de acuerdo; ante la iniciativa del presidente Peña Nieto, que según él mismo explica, es para avanzar, regresando al pasado; para abrir la industria de los energéticos sin que nada cambie y modernizándola sin desmantelar sus viejas instituciones sindicales; ante esta iniciativa, púes, la izquierda se desgarra las vestiduras por la gran traición a la soberanía nacional, la libre autodeterminación y la propiedad exclusiva de los recursos estratégicos, mientras que en el otro extremo del espectro político señalan que la propuesta es timorata, incompleta e inútil. El presidente del PRI, César Camacho, dijo que la propuesta de Peña era para ser debatida y que podría ser modificada, lo que da a entender que en principio este partido está abierto a negociar sus posiciones, de las cuales no se siente nada seguro y de las que, incluso internamente, debe tener detractores. Y mientras unos dicen que sí, pero que no se modifique la constitución y otros dicen que no, que hay que empezar desde cero, desde el exterior señalan la magnitud e importancia de la reforma al tiempo que dicen que nada se puede hacer con Pemex, que es irreparable. Y es que más allá de cualquier consideración, la reforma energética sí es una reforma determinante y esencial para el futuro del país, al grado que si se hace bien, podría arrebatarle a muchos países, incluidos los denominados BRIC’s (los países con mayor crecimiento económico mundial); enormes sumas que podrían terminar en nuestro país como inversión directa, no en papel golondrino, sino en fábricas, infraestructura y empleos bien remunerados. Pero confían en que los mexicanos, para variar, nos pongamos piedras en el camino.