Hace más de dos mil años, en una lejana ciudad de Judea, nació en medio de la pobreza, sin un techo que lo cobijara, el rey de la creación. Eligió esa condición para que nadie se sintiera excluido, para que cualquiera se sintiera con la posibilidad de acercarse a él.
Hoy, a más de dos milenios de distancia, su mensaje sigue llegando con la misma frescura y con el mismo amor, pero algunos de los que tenemos la responsabilidad de anunciarlo, estamos más ocupados en señalar sus enseñanzas morales que el amor que nos entregó.
Las enseñanzas de ese niño Dios deben ser llevadas en este mundo, de acuerdo a la felicidad que nos enseñó a vivir, así lo señala el Papa Francisco en su reciente carta apostólica “Evangelii Gaudium”, una carta llena de esperanza y felicidad, una llamada a todos los cristianos y a todos los hombres para vivir la felicidad del evangelio, no una felicidad basada en el placer pasajero, sino en la firme esperanza del amor divino.
Pero en ocasiones, perdiendo de vista el amor y la Gracia Divinas y convirtiendo en central la enseñanza moral, esta se convierte en un pesado yugo sin sentido que nada tiene que ver con el Hombre-Dios que nos las enseñó, antes nos convierten en algo similar a aquellos que fueron reprendidos por el redentor cuando, llevándole a la mujer adúltera, le señalan que fue sorprendida violando la ley de Moisés: conocedor de la ley, el Señor concede: ‘el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra’… todos se retiraron, ¿no nos pasaría igual?