Palabras del Papa Francisco en el Ángelus de este domingo 25 de enero
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! el Evangelio de hoy nos presenta el inicio de la predicación de Jesús en Galilea. San Marcos subraya que Jesús comenzó a predicar “después de que Juan (el Bautista) fuera arrestado” (1,14). Precisamente en el momento en el que la voz profética del Bautista, que anunciaba la llegada del Reino de Dios, es silenciada por Herodes, Jesús inicia a recorrer los caminos de su tierra para llevar a todos, especialmente a los pobres, “el Evangelio de Dios”. El anuncio de Jesús es parecido al de Juan, con la diferencia sustancial que Jesús ya no señala a otro que debe venir: Jesús es Él mismo el cumplimiento de las promesas; es Él mismo la “buena noticia” para creer, para acoger y para comunicar a los hombres y las mujeres de todos los tiempos, para que también ellos le confíen su existencia. Jesucristo en persona es la Palabra viviente y operante en la historia: quien le escucha y le sigue entra en el Reino de Dios.
Jesús es el cumplimiento de las promesas divinas porque es Áquel que dona al hombre el Espíritu Santo, el “agua viva” que sacia nuestro corazón inquieto, sediento de vida, de amor, de libertad, de paz: sediento de Dios. ¿Cuántas veces hemos escuchado a nuestro corazón sediento? Se lo reveló Él mismo a la mujer samaritana, que se encontró en el pozo de Jacob, a la que dijo: “Dame de beber” (Jn 4, 7). Precisamente estas palabras de Cristo, dirigidas a la Samaritana, son el tema de la Semana de Oración para la Unidad de los Cristianos que hoy concluye. Esta tarde, con los fieles de la diócesis de Roma y con representantes de distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, nos reuniremos en la Basílica de San Pablo Extramuros para rezar intensamente al Señor, para que refuerce nuestro compromiso por la plena unidad de todos los cristianos. Es algo feo que los cristianos estemos divididos. Jesús nos quiere unidos, un solo cuerpo, nuestros pecados, la historia nos han dividido y por eso tenemos que rezar mucho para que sea el mismo Espíritu Santo que nos una de nuevo.
Dios, haciéndose hombre, ha hecho propia nuestra sed, no solo del agua material, sino sobre todo la sed de una vida plena, libre de la esclavitud del mal y de la muerte. Al mismo tiempo, con su encarnación, Dios ha puesto su sed, porque también Dios tiene sed, en el corazón de un hombre: Jesús de Nazaret. Dios tiene sed de nosotros, de nuestros corazones, de nuestro amor, y lo ha puesto en la persona de Jesús. Por tanto, en el corazón de Cristo se encuentran la sed humana y la divina. Y el deseo de la unidad de sus discípulos pertenece a esta sed. Esto se expresa en la oración elevada al Padre antes de la Pasión: “Para que todos sean una sola cosa” (Jn 17,21). Lo que quería Jesús, la unidad de todos. Y el diablo, lo sabemos, es el padre de las divisiones, es uno que siempre divide, siempre hace guerras, hace mucho mal.
¡Qué esta sed de Jesús se convierta cada vez más también en nuestra sed! Continuamos, por lo tanto, rezando y comprometiéndonos en la plena unidad de los discípulos de Cristo, en la certeza de que Él mismo está a nuestro lado y nos sostiene con la fuerza de su Espíritu para que esta meta se acerce. Y confiamos esta nuestra oración a la materna intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia para que ella nos una a todos como buena Madre.