Pedro de Legarreta
Un nuevo atentado terrorista en el mismo corazón de Europa vuelve a encender las alarmas y poner en evidencia las fallas en seguridad e inteligencia; ¿fallas?, si, y gravísimas. El grupo que realizó el atentado llegó al aeropuerto en taxi, habían pedido un vehículo grande, como llegó uno pequeño y el chofer se rehusó, tuvieron que dejar una maleta (llena de explosivos), ¿le parece a usted que este grupo terrorista actuó con gran sofisticación?, por el contrario, con enorme simpleza y falta de planeación, pero así lograron matar a 34 y herir a cientos de personas, ¿y las fuerzas antiterroristas?, ¿los investigadores?, ¿las policías?
Desde que tuvo lugar el atentado en Francia hace unos meses, se sabía que los terroristas estaban ocultos en Bélgica, o que al menos esa era la ruta que habían seguido, ¿Cómo pasó la euforia de la primera indignación no consideraron necesario seguirlos buscando?
Los ataques sobre el territorio sirio o iraquí, ahora en Libia y después donde corresponda, no hacen disminuir la tensión que los terroristas generan porque su particular califato lo tienen en la cabeza y lo aplican y establecen en cualquier microespacio que les convenga. Ese califato no es necesariamente un lugar donde vivir, ni un lugar donde luchar, aunque también, sino un espacio en el que morir por algo que no podemos erradicar ni combatir de forma definitiva.
¿Qué le está pasando a Europa?, ¿por qué sus ciudadanos, supuestamente beneficiarios del sistema de bienestar, se enrolan en causas terroristas y están dispuestos a sacrificar la vida para dejar claro su compromiso?
Frente al dolor y la tristeza por las víctimas, nuevamente se tendrá la tentación de responder desde las tripas, con la desesperación. Llamar a la guerra contra el terrorismo puede consolar la frustración frente a ese califato inmaterial, pero no atajará la amenaza terrorista. La militancia de la organización terrorista del Estado Islámico (Daesh) está en Europa. Por ello, la reacción debe ser mucho más profunda. Una política como la que están enfrentando respecto a la inmigración suscita elementos favorables a la ampliación del califato; una falta de persecución efectiva contra el tráfico de armas, también. Los explosivos no vinieron de Irak; los terroristas tampoco. Han generado un monstruo que, como los fuegos fatuos, emerge en las ciénagas de la incompetencia, que se desvanece cuando te acercas y se regenera cuando debates sobre su propia existencia.
Europa ha claudicado a los valores cristianos que le dieron origen; los jóvenes, que viven el estado de bienestar, están vacíos, sin metas, sin ambiciones, sin motivaciones. En ese ambiente, donde se tolera lo "diferente" hasta la indignidad, surgen llamados atractivos para quienes buscando lo trascendente, están dispuestos a abandonar todo lo presente. No se trata de aprobar la falta de respeto a la vida de los demás, pero si no encuentra un asidero esa Europa consumista, hedonista y decadente, el Islam radical seguirá ganando adeptos para ponerlos en contra de todo lo que Europa misma significa.
Raúl Espinoza Aguilera
Sin duda, la reciente visita del Papa Francisco a México nos ha dejado una honda e imborrable huella. Pero ahora, nos corresponde a cada uno de nosotros dar continuidad y llevar a la práctica sus palabras, sus importantes mensajes.
En su "Mensaje para la Cuaresma del 2016" nos recuerda el Santo Padre que en este "Año Jubilar de la Misericordia" hemos de practicar numerosas obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
¿A qué me refiero concretamente? A las siguientes obras corporales: 1) Dar de comer al hambriento; 2) Dar de beber al sediento; 3) Visitar y cuidar a los enfermos; 4) Atender bien y con generosidad al migrante o al que no tiene hogar; 5) Regalar ropa a quien la necesita; 6) Visitar a los que se encuentran en la cárcel; 7) Dar sepultura a los muertos.
Y en el ámbito de las obras de misericordia espirituales se encuentran: 1) Enseñar al que no sabe; 2) Dar buen consejo al que lo necesita; 3) Corregir al que se equivoca; 4) Perdonar las ofensas; 5) Consolar al triste; 6) Sufrir con paciencia y buen ánimo los defectos de los demás; 7) Rezar por los vivos y difuntos.
Ayer observé un hecho que me edificó. En un camellón de una conocida avenida, se encontraba un pobre hombre, de unos cincuenta años, sin brazos y sin piernas, solicitando una limosna. De pronto, un modestísimo coche de una familia numerosa, se estacionó a un costado de la calle y un adolescente se bajó, cruzó con precaución la transitada avenida, llegó hasta el camellón y le entregó un billete al indigente, quien le pidió al joven que se lo depositara en un recipiente metálico. Y pensé en aquella frase que se menciona en la Biblia que: "Más recibe quien da generosamente al prójimo", porque me percaté que toda la familia saludaba con efusividad y alegría al discapacitado y aquel pobre hombre daba las gracias, a gritos, en medio del bullicio citadino.
Por otra parte, ¿no es verdad que todos tenemos algún familiar, pariente, amigo, colega del trabajo o antiguo compañero de estudios que se encuentra con alguna enfermedad -en un hospital o en su casa- y sabemos que se le visita poco y se encuentra con su padecimiento, sufriéndolo en soledad? ¿O sencillamente que es un anciano solo y abandonado? ¡Qué alegría le damos a él y a su familia, si nos damos el tiempo necesario, para ir a visitarle y contarle algunas cosas divertidas o entretenidas para levantarle el ánimo y, además, le decimos que rezamos por su pronta recuperación! Son detalles que mucho se agradecen.
Hace años, falleció un hermano mío, médico, que deseaba especializarse en Traumatología. Tenía escasos treinta años; y, de pronto y sin antecedentes cardiacos, sufrió un infarto masivo al miocardio y murió sorpresivamente. Como es de suponerse, fue un golpe emocional tremendo para toda mi familia, lo mismo que para sus colegas y amigos. ¡Cómo agradecí que mis amigos, y por supuesto mis familiares y parientes, estuvieran presentes tanto en el velorio, como en el entierro y, posteriormente, en las Misas que se celebraron por el eterno descanso de su alma! Fue tanto como decirme: "-Raúl, estamos contigo; los acompañamos a ti y a tu familia en su hondo pesar y esperamos en su feliz Resurrección". Porque, no es porque fuera mi hermano, pero era un joven médico con un corazón muy bueno y noble. Por sólo citar un ejemplo, se ofrecía por generosidad y deseos de servir a los demás, en trabajar horas extras, viajando en la ambulancia de la "Cruz Roja", y en el momento en que solicitaran de su ayuda -ya sea de día o de noche- para atender solícitamente a un accidentado.
Un día le pregunté a mi hermano: "-Arturo, ¿y por qué te dedicas tantas horas en atender a accidentados?" Y me respondió: "-¡Es una maravilla recoger en las calles o carreteras rostros y cuerpos desfigurados por los impactos y traumas físicos y, después de varias horas de intenso trabajo, recomponerles sus rostros y cuerpos y que, tiempo después, vuelvan a su vida normal! Y ya rehabilitados, con una sonrisa, me digan: "-Doctor, no sé cómo pagarle". Y Arturo concluía su relato contándome lo que les respondía: "-Usted me está pagando con ese buen ánimo y alegría con que ha regresado a su hogar, con su esposa, sus hijos y, de nuevo, con entusiasmo a su trabajo".
Y finalizo recomendando otra excelente acción que podríamos realizar en esta Semana Santa: ganar la Indulgencia Plenaria del Año Jubilar. ¿Cómo se obtiene? 1) Mediante una buena Confesión, es decir, acudiendo al Sacramento de la Reconciliación; 2) Recibiendo al Señor en la Eucaristía; 3) Realizando una obra de misericordia; 4) Rezar algunas oraciones por el Papa; 5) Aborrrecer de todo corazón el pecado y las ofensas hechas a Dios de nuestra vida pasada; 6) Y un detalle muy importante: hacerlo en el Santuario o Iglesia donde el Señor Obispo lo haya determinado. En la Ciudad de México, se han designado expresamente: la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe; la Catedral Metropolitana y las Vicarías Pastorales, o Iglesias donde cada Obispo tiene su sede territorial. Un aspecto que no hay que olvidar es que esas Indulgencias Plenarias las podemos aplicar por alguna de estas dos intenciones: 1) la primera, para pedir perdón a Dios por nuestros propios pecados; 2) La segunda, para pedir por todos nuestros queridos fieles difuntos. ¡Cuánto agradecerán esos familiares nuestros, ya fallecidos, que les brindemos ese invaluable regalo de enviarlos al Cielo, con la Infinita Misericordia de Dios, y mediante esa Indulgencia Plenaria Jubilar!
Oscar F. Ibáñez
Hoy quiero retomar la última parte del mensaje del Papa Francisco a los obispos en México, ya que manifestó algunas ideas clave para convertirnos en una comunidad de testigos: "Les ruego especialmente cuidar la formación y la preparación de los laicos, superando toda forma de clericalismo e involucrándolos activamente en la misión de la Iglesia, sobre todo en el hacer presente, con el testimonio de la propia vida, el Evangelio de Cristo en el mundo".
Una de las tentaciones más graves para los agentes de pastoral consiste en el clericalismo, que implica por parte de sacerdotes, religiosos y obispos, buscar que los laicos trabajen bajo sus instrucciones y con énfasis en trabajos eclesiales o asociados al culto, más que en tareas que son responsabilidad de los laicos en el ámbito temporal. Superar el clericalismo implica también evitar la injerencia de la jerarquía de la Iglesia en asuntos que corresponden sólo a los laicos.
Además, el clericalismo incluye la actitud de algunos laicos que no aciertan a tomar su responsabilidad de transformar el mundo, y esperan la conducción de los pastores para realizar trabajos que deben asumir como consecuencia de su fe.
El clericalismo puede ser superado a partir de un estudio de la Doctrina Social de la Iglesia que define los ámbitos de trabajo, la autonomía y los elementos de formación de los fieles laicos.
Recuerdo una anécdota en este sentido: una vez preguntaba a un obispo por qué no se enseñaba Doctrina Social de la Iglesia a los laicos, y me respondió que el problema era que muchos sacerdotes ni siquiera conocen esta especialidad, por lo que les resulta difícil incluirla en su catequesis.
Es pues un asunto de responsabilidad compartida, tanto de los laicos por buscar formarse en este ámbito para desarrollar adecuadamente su apostolado, y por parte de los sacerdotes y religiosos de fortalecer esta formación en los seminarios para que posteriormente pueda ser presentada en la formación de los laicos.
En la última parte de su discurso el Papa se refirió a la necesidad de construir una "comunidad de testigos del Señor", "que la gente de este pueblo ama honrar como Rey", a partir de "sembrar a Cristo sobre el territorio, tener encendida su luz humilde que clarifica sin ofuscar, asegurar que en sus aguas se colme la sed de su gente".
El reciente anuncio de la canonización del niño mártir mexicano José Luis Sánchez del Rio el próximo 16 de octubre, es una buena oportunidad para meditar sobre el testimonio que los laicos estamos dispuestos a dar para recobrar una vida de sana convivencia en paz. La violencia y corrupción que hoy existe en nuestra patria, reclama un testimonio especial de los laicos a la manera en que se expresa en el número 543 del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia:
"Es tarea propia del fiel laico anunciar el Evangelio con el testimonio de una vida ejemplar, enraizada en Cristo y vivida en las realidades temporales: la familia; el compromiso profesional en el ámbito del trabajo, de la cultura, de la ciencia y de la investigación; el ejercicio de las responsabilidades sociales, económicas, políticas. Todas las realidades humanas seculares, personales y sociales, ambientes y situaciones históricas, estructuras e instituciones, son el lugar propio del vivir y actuar de los cristianos laicos. Estas realidades son destinatarias del amor de Dios; el compromiso de los fieles laicos debe corresponder a esta visión y cualificarse como expresión de la caridad evangélica".
El Papa concluyó su mensaje exhortándonos a hacer más por los migrantes, primero coordinando esfuerzos entre episcopados de México y Estados Unidos para que los que migran reciban el apoyo de una sola comunidad cristiana que trascienda fronteras, y después "echar el poco bálsamo que tienen en los pies heridos de quien atraviesa sus territorios y de gastar por ellos el dinero duramente colectado; el Samaritano divino, al final, enriquecerá a quien no pasó indiferente ante Él cuando estaba caído sobre el camino (cf. Lc 10,25-37)".
Homilía del Papa Francisco en la misa del Domingo de Ramos
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino. Y pienso en mucha gente, en muchos marginados, en muchos prófugos, en muchos refugiados... a los que les digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdu-gos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha anonadado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos emprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, es la "cátedra de Dios". Os invito en esta semana a mirar a menudo a esta "cátedra de Dios", para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender algo de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta Semana.